Panares: indígenas alimentados con el amargo peso de la historia
24.03.2016 08:48

Bañé a cuatro de sus nietos y corté las uñas; después di de comer, sostuvo Dignora Arnía, al recordar el último día que vio a Carlos Ochoa, un viejo Panare que ha visto venir en su contra la rueda de la historia consumiendo sus días como humo y sus hueso cual tizón quemados.
Mira, él es un hombre viejo, pero sabio, te lo aseguro, aunque llevo tiempo sin verlo. Escuché que anda por el pueblo, respondió después que le pregunté por el viejo amigo, al que ansiaba ver, por ser un hombre que cabalga sobre palabras de verdad, de humildad y de justicia.
Para este encuentro había llegado un día antes de Puerto Ayacucho.
Si quieres encontrarte con él, búscalo mañana temprano en el mangal. Comprendí que, así sería, sin antes preguntarme cómo sería el tamaño de la fuerza de este grupo indígena para esperar aún, y su fin para tener tanta paciencia, cuando pareciera retroceder más y más en el tiempo.
La mañana llegó sin avisarme levantándome con el gallo, llegué antes que la aurora a la vieja casa de Ted Palmer, cuyo solar es un frondoso mangal que alimenta familias Panares por décadas, o mejor decir, todas las veces que vienen a Caicara.
Un abuelo molido por los años, sentado en su chinchorro, mordía mangos con los pocos dientes que aún le quedan, pero con la autoridad suficiente para dirigir su destino.
Dejé caer mi cuerpo al lado suyo, observando niños con vientres a reventar, llenos de parásitos, de labios amarillentos y mocos chorreando sobre la boca, anémicos, y llorando de un hambre que a simple vista afloraba ante cualquier mirada que escrutara la realidad de este grupo indígena. Más dichoso fueron los muertos a espada, que nosotros por la crueldad del hambre. Moriremos poco a poco por falta de alimentos, parecía suponer el anciano rumiando la descarnada fruta de mango.
Mujeres, jóvenes unas, y ancianas otras, buscando cómo calmar con mango el hambre de niños salvajes, harapientos, habitantes en medio de un pueblo donde las instituciones hinchan su pecho por la supuesta ayuda con que atienden familias empobrecidas, familias que cumplirán su destino sin avanzar más allá de lo que siempre han sido, seres humanos, cuyo peso social siempre será menos que nada. No existe un lugar de trabajo que ofrezca el mismo gran mundo de oportunidades que tienen las mujeres diferentes de este grupo.
El Panare, como león viejo falta de presa, victima de una vejez que llena su cuerpo sin pedir permiso para entrar, continuó mordiendo mango entre mejillas, a las que no les cabe más huellas del hambre que desde niño lo persiguió, cual fantasma aferrado a su vida, de la que nunca jamás se fue.
Agitados en mí los recuerdos de niño cuando estas familias llegaban a casa, en Santa Inés, donde mamá entregaba alimentos, medicamentos y vestidos, que lograba conseguir para mujeres y niños, que con Carlos Ochoa al frente, solían visitarla. Ningún ser humano ha sufrido más que estas familias nómadas, de las que cada amanecer significa recorrer kilómetros y más kilómetros tras cosechas de mango, coroba, moriche o cualquier otro fruto que naturaleza ponga a su alcance, entregándoles este lugar ideal para vivir, pero la tranquilidad aguarda un final explosivo
Amigos también de Georgina Amaya, mujer campesina, que en su carro trasladaba enfermos y los que venían hacer compras al pueblo, sin cobrarles un solo bolívar. Ella, cada año regalaba una res para agasajar Panares de la comunidad de Perro de Agua. En todo tiempo los amó como amigos, fue para ellos una hermana en tiempo de angustia.
Hoy, estas familias van por la vida peor que ayer, sin familias amigas que ayuden a cubrir necesidades mínimas, pues ahora son vistos como simples animales, cuya vida tiene muy poco valor. Sólo Dios sabe el por qué. Para nosotros está escrito en Las Sagradas Escrituras: amar al prójimo como a ti mismo, aunque pareciera que este mandamiento no alcanza a estas familias. El gobierno con su milenaria deuda social, poco hace por este grupo étnico, raíz de nuestros antepasados, obviando la diferencia que existe entre no querer a tu hermano y permitir que personas sin misericordia en sus corazones, los lancen en fosas de leones hambrientos.
El viejo detuvo el rumiar del mango y en un castellano mal pronunciado, preguntó: ¿Quién eres tú?, luego prosiguió chupando la semilla despulpada. Busco un amigo llamado Carlos Ochoa, respondí. Sorprendido en su paciencia, detuvo el comer e insistió, y ¿Cómo lo conociste?
En Santa Inés, cuando él visitaba a mamá. ¿Quién es tu mamá? La maestra Andrea Bolívar. Y ¿Dónde está ella? Murió. Una lágrima suave y fría embadurnada de recuerdos afloró en silencio, y rodó sobre el rostro arrugado del anciano.
Las palabras regresaron a su juventud, pero un dolor amargo estremeció el alma atragantada, que no sabía por dónde comenzar.
Sacó otro mango verde de un catumare repleto, siguió comiendo y llorando sin preguntas y, en un silencio que no entendía el por qué, observó la desnutrición que se traga la vida de sus nietos, como preguntándose: si les preocupamos tanto a los indigenistas del gobierno, porque no están aquí, porque les importa un comino nuestro bienestar.
Todos mis amigos murieron, y aun toda mi vida está en mí, dijo. Donde voy, cierran sus puertas y se espantan de mí, como si mi cuerpo llevara como castigo divino, hediondez permanente. Mi vida es diferente a la de ellos, no tiene el mismo valor, nos niegan el derecho a la vida. Ríen de nosotros, y ya no podemos vivir por aquí, violan las mujeres jóvenes y ancianas; valemos menos que la basura que dan de comer a los perros. Seguiremos nuestro camino sin saber cuándo terminará esta pena o si llegará el día de cosechar nuestros beneficios, más comida y mejor forma de vida.
Me recuesto en la cerca del hospital a buscar algo de comer, y prefieren llevarse las sobras, botarla en pipotes de basura, echarla a los perros, que dárnoslas. El hambre nuestra es de nosotros, a nadie más importa. Viviremos hasta que el peso de la vida que ya no aguanto, se vaya con la misma vida.
Nuestros niños nacen cubiertos por un agresivo cerco de hambre, que los persigue hasta en sueños. En pediatría los echan en colchones mugrientos a dormir en el piso para no tocarnos y evitar contaminarse con nuestra pobreza, nos tiran los medicamentos. Diariamente los insultos van y vienen calificándonos de bastos, no termina por comprender que ese es nuestro mundo, que cada vez se está volviendo más pequeño. Así entendemos que nuestra condición humana es inferior a la de ellos, cuando los vemos atender con amor y delicadez a otros niños, que en nada difieren de los nuestros, pero evitamos caer en ese mundo turbio de contradicciones, nada halagador para nosotros.
Ante este trato denigrante con el que nos humillan, prefiero vivir bajo mangales, de cosecha en cosecha, dejando que la selva mantenga la vida que nos entregó. Ella sabe que un indio no puede hacer nada más, que vivir de lo poco que consigue en el camino.
El valor del Panare llega con los procesos electorales. Nos llaman hermanos, cuñado, y hasta nos abrazan, aunque se tapen la nariz. Así nos menosprecian. ¡Cuánto me hace falta tu madre!
El viejo se levantó, vistiendo un guayuco descolorido, teñido con onoto y, desnudo el resto del cuerpo. Se dirigió a mí: es posible que seas como tu madre, abrázame fuerte y sin miedo, amigo, y siénteme como a tu propio cuerpo. Ámame, porque el amor sincero soporta todo y no se envanece. Ámame con el mismo amor sincero y verdadero con que me amó tu madre.
Yo comí con ella en su plato. Jamás me sintió hediondo. Nunca me rechazó, antes buscaba cómo vestir mi mujer y mis hijos. Fue mi hermana, pero los años se fueron, y nunca más llegué a verla. El día que nos encontremos en el lugar que Dios destina a los hombres justos, no tendré palabras para expresarle mi gratitud por su esfuerzo heroico.
Abrázame fuerte y arranca el pedazo de mi vida que era de tu madre, ahora es tuyo. No tengo culpa de ser Panare, pero el ser indígena es una condena que llevo encima, y que comienza con la vida, cae sobre los hombros, y por siempre nos marca un destino de infortunios por el que la selva devora, reclamando la vida que nos entregó.
Entre mis brazos, los huesos vibrantes del viejo amigo. El hambre, como la sed busca el agua, se bebió toda la masa muscular de aquel robusto Panare, que ahora no es más que huesos forrados en cuero, pero con la recia estirpe de su raza, que aún está toda en él.
Abrió sus ojos y entré por ellos. Me asomé a su pasado y vi cuando Carlos era como el retrato mismo del poderoso cacique Cayaurima, un cacique cumanagoto de formidables atributos para la lucha.
Vi cuando a pie cruzaba caminos por selvas y sabanas, de una a otra comunidad Panare, conversando con los suyos para integrar una comisión que elevara los problemas comunitarios, propuesta que se desvaneció entre montañas y selvas, pudo ser la misma propuesta pero no con la misma suerte con que Cayaurima logró que numerosas tribus vecinas e incluso lejanas, se unieran a la suya, en la contienda a muerte contra el invasor.
Cayaurima se caracterizó por su cojera, producto de una estocada de lanza recibida en combate. Cae muerto en una celada que los españoles le tendieron, cuando merodeaba un campamento castellano.
Carlos un día caerá muerto, pero no sin antes ver conquistada las reivindicaciones de un pueblo pacífico, que por sus adentros lleva la condición de una etnia no doblegada jamás en sus principios.
De pronto una bófeta me volvió a mí, cuando el viejo guerrero gritó: despierta, despierta, escúchame te lo pido por última vez. Mereces mi reconocimiento, cuando niño viste conmigo la muerte de frente y reíamos, viste que no estoy hecho para estar a fuera presenciando el peligro que arde a dentro de lo más profundo de mi raza. Destruimos al enemigo, pero seguí temiendo que fue una desastrosa victoria para mi pueblo. Percibo que aunque pretendan pagarme con un agradecimiento que no merezco, no quiero herir a nadie más.
Mi hora llegó, un día partiré, continuó con voz quejumbrosa, por el camino del que no regresaré jamás, me iré sin renunciar mi condición, porque Panare nací, y Panare moriré. Iré en búsqueda de mis padres. Lo amargo de la vida que viví se irá conmigo, aunque mis hijos también vivirán mi vida.
Las mujeres montaron catumares llenos de mango colgados a su cabeza. Subieron los niños a sus cuadriles, sujetos con trapos colgados a sus hombros, y una tras otra emprendieron el largo camino de regreso a casa en la comunidad de Perro de Agua.
En la cultura del Panare la mujer se entrega al marido a corta edad, y es ella quien lleva la carga, no sólo de lo recolectado y casado, sino también de la sujeción férrea al marido.
La parsimonia de Carlos no se alteró, con paciencia agarró su vara lisa por los años y se fue con su timidez, no sin antes despedirse: recuerda, tal vez no nos veremos jamás, pero lleva contigo en tu alma, el amor que mi hermana, tu madre, sintió por mi pueblo.
El viejo echó a andar el peso de los años por camino abierto al margen de la carretera. Raudos los carros rodaban atemorizando los niños. La columna apuró el paso, caminando seguros de que ninguno vendría por ellos. Los niños, con mirada tiesa y toda el hambre en ellos, lloraban buscando ayuda, que solo Dios sabe cuándo vendrá.
Desaparecieron por el serpentear del camino entre el chaparral, y a mi regresó la muerte de mamá, tras saber que Carlos, jamás contará con ayuda alguna para superar una pobreza que ha causado tal dolor, que lo llevará a la tumba.
Se llenó mi corazón de impotencia aflorando amargas lágrimas de dolor. No soporté el momento y el llanto de Carlos volvió a mí. Solo podía pensar en gritar lo más fuerte posible.
Se fue Carlos, hasta nunca más viejo hermano, por siempre vivirás en mí. Cuánto diera por ser Panare como tú.
Venezuela es de Jesucristo
Andrés García Bolívar
Pastor iglesia evangélica: “El Evangelio Eterno”
Teléfono: 04161067319
Andresgarbo3510@gmail.com
Andresgarbo@hotmail.com
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